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BLACK METAL: MÁS ALLÁ DEL MITO



 Recientemente ha visto la luz una versión en español del mítico libro Lords of Chaos de Michael Moynihan y Didrik Søderlind (Feral House, 1998), una crónica de la escena noruega de black metal de principios de los noventa, que hasta la fecha constituye la fuente principal sobre aquel fenómeno, al menos a efectos bibliográficos. Aunque dicha publicación, que en castellano adopta el título Señores del caos (Es Pop Ediciones), sea indudablemente algo bueno, por poner a disposición de los lectores hispanohablantes un material de calidad y muy informativo, también ha brindado una nueva excusa a los medios especializados para volver a hablar por enésima vez de la morbosa historia del surgimiento del género, como viene ocurriendo a intervalos regulares desde mediados de los años noventa. Y es que cada vez que se habla de black metal surgen siempre historias de asesinatos, quema de iglesias, satanismo, fascismo y violencia, pero rara vez se habla de música. Incluso el propio Lords of Chaos dedica muchas más páginas a ideas, opiniones y hechos de unas cuantas personas involucradas en una escena musical que a analizar qué y cómo es dicha música.

 Muchos conocen la historia truculenta narrada por el libro y repetida por numerosos medios desde hace varios lustros hasta convertirse en un verdadero mito moderno. Incluso para gente que nunca ha escuchado la música ni tiene el más remoto interés por hacerlo los nombres “Burzum”, “Mayhem” o “Vikernes” suenan remotamente familiares. Personalmente no les culpo, creo que sencillamente no es música para todo el mundo. Para cualquier oído no acostumbrado o interesado, el black metal es un batiburrillo de ruidos y gritos, y no es de extrañar, porque eso forma parte de su estética deliberada, sus creadores quisieron que así fuera: música sombría y horrible, al menos para casi todo el mundo, en drástica oposición a lo que conocemos como “música popular”. Se trata de un estilo musical muy difícil de apreciar para quien no esté habituado. Pero lo que no estaría de más es que alguna vez un periodista serio y valiente se parara a analizar el black metal detenidamente y descubriera, para su gran sorpresa, que tiene más de fenómeno artístico extremo que de terrorismo sonoro indiscriminado, como probablemente creyera en un principio.

 El black metal, como el death metal, pueden dar mucho de sí cuando uno se acerca al género desde el punto de vista de una crítica exigente y exhaustiva. Se podrían descubrir en él determinados elementos distintivos que uno podría llegar a apreciar o al menos poner en valor, aunque no consiguiera disfrutar de la música en sí. Si esto se hiciera, rápidamente saltaría a la vista que el black metal es un modo de expresión artística muy emparentado con los distintos movimientos románticos que se han sucedido desde el siglo XVIII, compartiendo buen número de elementos con los mismos, destacando entre otras las siguientes tendencias: devoción por la naturaleza, fascinación por el pasado y por lo sobrenatural y religioso, ansia de infinito, pasión por lo extraño y lo misterioso, énfasis de la individualidad y el heroísmo, inconformismo y nacionalismo acentuados. Más aún, el black metal introdujo como novedad una ampliación de los recursos musicales del heavy metal existente hasta la fecha, un uso de estilos narrativos y ambientales que no tenían cabida en el death metal inmediatamente anterior así como un gusto por estructuras no convencionales que se ajustan a lo expresado en cada pieza (es decir, contrarias a un sempiterno paradigma estrofa-estribillo-estrofa propio del pop y el rock previos), rasgos que comparte con la música clásica menos armoniosa y amable, la que nació por contagio del virus del romanticismo.

 Esta forma característica de expresar una idea mediante la propia estructura de una canción, cultivada por Mayhem, Enslaved, Immortal, Burzum, Emperor o Darkthrone en sus inicios, cada uno a su manera, es más propia de compositores románticos como Bruckner, Mendelssohn, Chaikovski, Grieg, Mahler o Sibelius que de cualquier grupo de metal anterior a 1990. Y estamos hablando de chavales que apenas rozaban la mayoría de edad, y pese a carecer de una clara conciencia de todo lo expuesto, sí contaban con la inspiración y el talento necesarios para materializarlo en una versión extrema con una estética agresiva y opaca, inaccesible para el gran público hasta el día de hoy. No es trivial el hecho de que estos jóvenes pertenecieran a una clase media-alta, alejada de los orígenes humildes en que se gestaron el rock o el punk, porque a diferencia de dichos estilos, el black metal no es música rebelde y vital, es un romanticismo imaginativo, una válvula de escape para quien ha crecido sin pasar hambre ni necesidad, pero a medida que madura se va viendo atrapado en las redes de un capitalismo asfixiante y una sociedad superficial en la que tanto el trabajo como el ocio son actividades vacías y fútiles, meros adornos de un gigantesco sistema de consumo voraz a escala planetaria.

 El gran mérito del black metal reside en la intensidad de su estética (musical) sombría, en su expresividad y su ambiciosa complejidad artística, al menos en la época previa a la degeneración que dio comienzo hacia 1996, cuando el género se popularizó de la mano de grupos comerciales de hard rock disfrazado con elementos góticos (Cradle of Filth), mezclas abigarradas de estilos extremos sin fondo ni dirección (Dimmu Borgir) y una legión de imitadores sin ideas. La música de la primera época, y la de los pocos que han creado obras posteriores con un espíritu y una visión similares, es lo único que puede interesar de veras cuando uno ya se conoce la historia sensacionalista al dedillo. Es música inmortal que ha inspirado y atrapado a una multitud de fans desde los años noventa, y sigue latiendo con la misma fuerza a día de hoy, a juzgar por las pasiones que sigue despertando. Estaría bien, para variar, que cuando se hable de black metal en un medio de gran difusión, en lugar de limitarse a enumerar crímenes y anécdotas, alguien se atreva alguna vez a mencionar algo de todo esto.


Belisario, diciembre de 2013





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